Sublime, Juan Manuel de Prada, en XL SEMANAL de esta semana. Tampoco olvidemos que, como todo, la navidad es otro instrumento.
Hay mucha gente –cada vez más gente– que, ante la proximidad de la Navidad, se atribula y deprime; y mucha gente –cada vez más gente, si no fuera porque la crisis nos araña con sus zarpas– que, ante la proximidad de la Navidad, se entrega desaforadamente al disfrute de placeres que suelen concluir con el buche lleno… y la tarjeta de crédito exhausta. En realidad, ambas actitudes son expresiones de una misma dolencia, que Chesterton resumía con su habitual ironía paradójica: «Quitad lo sobrenatural y no encontraréis lo natural, sino lo antinatural». Nuestra época ha convenido que lo sobrenatural no pertenece a la esfera de la naturaleza; y se ha esforzado en extirparlo de su horizonte vital, como quien se libera de una prótesis engorrosa. Pero, una vez liberada de esa parte de sí que creía una prótesis engorrosa, nuestra época descubre que en realidad se ha amputado un miembro que le permitía caminar; y para poder seguir caminando, tiene que recurrir a muletas y cayados que la ayuden a mantener la marcha. A la postre, las muletas y los cayados a los que se aferra ni siquiera le permiten mantener el equilibrio; y, encima, el dolor del miembro amputado nunca remite del todo, por mucha pomada analgésica que apliquemos sobre la zona herida, por mucha morfina que inyectemos en nuestra fatigada sangre. Y así, demediados y dolientes, tratamos patéticamente de componer la figura; y hasta nos empeñamos en hacer proselitismo entre quienes aún están incólumes, diciéndoles: «¡Disfrutad de las ventajas de la mutilación!».
Y es que nada consuela tanto al enfermo como comprobar que su enfermedad ha contagiado a otros; pero se trata de un consuelo cetrino y miserable. Llega la Navidad y la nostalgia de una edad dorada en que aún caminábamos sobre nuestras piernas se nos hace vívida, como al manco el brazo que un día se llevó la gangrena se le hace presente en las noches que preludian cambios atmosféricos. Aunque nos esforzamos por sepultar esa nostalgia bajo toneladas de escombros –comilonas, letreros luminosos, orgías consumistas–, aunque tratamos de cegar nuestra naturaleza con un acopio de remedios antinaturales, lo sobrenatural que hemos amputado de nosotros nos sigue reclamando con un dolor sordo, pertinaz, insomne. Que es lo que ocurre, irremediablemente, cuando dejamos de beber de la fuente de la felicidad, para atiborrarnos de felicidades impostadas; esto es, antinaturales. La Navidad, aunque la empaquetemos con papel de regalo y la bañemos de caramelo, siempre nos hablará de lo sobrenatural que anida en nuestra naturaleza; y, aunque decidiéramos abolirla por decreto y tacharla del calendario, seguiría hablándonos de lo mismo. Sólo convertidos definitivamente en autómatas lograríamos acallar ese clamor; pero entonces habríamos renunciado a nuestra naturaleza, y estaríamos muertos.
A la postre, las depresiones navideñas, como el afán aspaventero de diversión navideña, no son sino manifestaciones de que aún estamos vivos, rebeliones de una naturaleza moribunda que patalea como un chiquillo, ahogada por la marea de antinaturalidad que la corrompe. Los consultorios de los psiquiatras y los hangares comerciales se abarrotan en estos días con multitudes exiliadas de sí mismas; y es comprensible que quien ha sido expulsado de su propia casa busque hospitalidad en casa ajena. Pero el calor del hogar propio no lo sustituyen las pastillas antidepresivas ni los anaqueles atestados de regalos; o sólo lo sustituyen a modo de remedo grotesco, como la luz de una bombilla remeda la luz del sol. Pero la luz de una bombilla no puede regenerar la savia de una planta; y así la planta crece anémica, antes de amustiarse del todo. Todavía no se ha inventado el tratamiento que repare los desarreglos anímicos que provoca la extirpación de Dios de nuestra naturaleza; y los lenitivos químicos o festivos que hemos ideado para maquillar esa extirpación no hacen a la postre sino amustiarnos más: después del subidón euforizante, sobreviene la resaca que nos deja hechos unos zorros. Nuestra época ha expulsado a Dios de su seno; y nada más natural que, cuando Dios ha sido extirpado de nuestras almas, el alma se nos caiga a los zancajos, en estos días en los que vuelve a nacer Dios. Despojado de Dios, el hombre no puede hacer las cosas propias de su naturaleza, que son cosas divinas; sólo le resta hacer cosas antinaturales: revolcarse en el lecho de ortigas de su angustia, como un animal herido; o reír hasta que la risa degenera en mueca, como un animal ahíto.
Feliz Navidad a todos.
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