"El principal problema con el que se enfrentaron los primeros empresarios de la modernidad era qué o cómo hacer para que la gente -habituada a darle sentido a su trabajo agrícola o artesanal y a fijarse sus propias metas- volcase todo su esfuerzo y habilidad en el cumplimiento de unas tareas que otros les imponían y que carecían de sentido para sí mismos. No resultaba nada fácil la rápida reconversión de los ahora obreros a la racionalidad del mercado -desprovista de toda emoción y regida por la relación coste-beneficio- tras el abandono de sus viejas costumbres, según las cuales se establecía un profundo compromiso del trabajador con el producto de su trabajo. La solución del problema fue la puesta en marcha de una instrucción mecánica dirigida a habituar a los obreros a obedecer sin pensar y a obligarles a cumplir unas tareas duras y rutinarias cuyo sentido se les escapaba. El nuevo régimen fabril sólo necesitaba partes de seres humanos, pequeños engranajes sin alma conectados a un mecanismo más complejo. Las demás partes resultaban ahora inútiles: intereses, ambiciones e ilusiones no importaban para el proceso productivo e interferían innecesariamente con las partes que sí participaban en la producción. A esto se le llamaba «ética del trabajo»: si se quiere lo necesario para vivir y ser feliz, hay que hacer algo que sea digno de pago, y es normalmente dañino y necio conformarse con lo conseguido y quedarse con menos en lugar de buscar más; no es necesario descansar, salvo para recuperar fuerzas y seguir trabajando; es decir, trabajar es un valor en sí mismo, una actividad noble y jerarquizadora. Trabajar es bueno... y normal"
Parte de unas premisas muy pastoril-bucólicas, pero, mira por dónde, la solución de la crisis: involucionar.
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